Let me change your name, de Eun-Meh Ahn (Teatre El Musical, Valencia. 14 de junio de 2019)  | por Óscar Brox

Hace un año, por estas fechas, escribía sobre la visita del japonés Hishashi Watanabe y la taiwanesa Hung Dance Company, con la sensación no solo de haber descubierto otros mundos, sino también otros lenguajes (tanto corporales como dramáticos) mediante los cuales expresar emociones que nos son cercanas. En tres piezas breves, los artistas asiáticos fundían lo contemporáneo con lo tradicional, la precisión del circo y las artes marciales con el sentimiento, creando y compartiendo una idea de belleza y danza arrebatadora en su forma de construir imágenes sobre el escenario.

La visita de Eun-Me Ahn, bailarina y coreógrafa coreana, supone una revelación parecida. Uno entra en su Let me change your name apabullado, en primera instancia, por su manera de entender la escena: no hay un momento de descanso o un gesto vacío; todo fluye, entre el ritmo marcial de la música electrónica y los contrastes entre iluminación, color, cuerpos y actitudes. Por un instante, se podría pensar en lo paródico, en esa gracia con la que los bailarines juegan a intercambiarse las prendas, los géneros o los roles, contagiando de un cuerpo a otro el movimiento. Pero siempre hay un orden, una exigencia, que marca cada momento de la función. Cada decisión escénica. Cada opción estética. Con esa ligereza tan propia de los grandes trabajos, que te permiten seguir todo lo que sucede sin percatarte del enorme trabajo que tiene lugar alrededor.

El juego entre la repetición y el contraste, que tanto la propia coreógrafa como sus bailarines mantienen durante toda la pieza, nos permite llevar a cabo una mirada un poco más en profundidad hacia lo que se trata de investigar: un ethos, una serie de imposturas sociales, testar la resistencia de nuestras identidades, de los géneros, jugar con ellos y ellas, intercambiarlos, parodiarlos o desdibujarlos. Hacer de la simpleza de un trozo de tela un elemento de distracción o una barrera de la que no se puede escapar, esa que tratan de sortear los cuerpos desnudos de los bailarines repitiendo una y otra vez una serie de gestos. De acciones, a ratos mecánicas, que paulatinamente se tornan familiares, a medida que las vamos conociendo, entendiendo, jugando de otra manera que ellas. Disfrutándolas. Con esas piezas, casi, microgestuales, a caballo entre la danza más contemporánea, y las pequeñas fugas en las que los cuerpos recuperan su elasticidad, sus florituras estéticas, para casi flotar sobre el escenario.

De ese movimiento pautado, asfixiante en su precisión, se desprende la brutal exposición pública de unos bailarines que se mueven hasta, prácticamente, olvidarse de ellos mismos. Hasta que quede el trance, el puro movimiento, la entrega, desprendido de cualquier otra cosa. Ese mareo que sentimos cuando creemos intuir algo detrás de la continua repetición de un mismo ejercicio; algo que nos zarandea, que nos sacude de la butaca, bello y fugaz; un momento de silencio en medio de la atronadora música de ritmo enfebrecido. Un momento en el que se interrumpe el ritual porque se ha alcanzado un cierto grado de libertad, de verdad o de autenticidad; en el que los movimientos de los cuerpos pierden toda sincronía para dibujar sobre el escenario otras imágenes. Como un flashmob cortocircuitado o una pieza en la que se escucha una nota equivocada.

A su manera, Eun-Me Ahn ha construido un glosario de las imposturas sociales, de todo aquello que bloquea los cuerpos, que los uniformizada como si se tratase de una masa, y le ha practicado un exorcismo en escena. Un ritual. Un ejercicio de libertad. Una invitación a descubrir, no exenta de ironía y comicidad, todo lo que late dentro de nuestros cuerpos. Esa identidad activa, ese género, esos matices, esas actitudes. Jugar, investigar cada movimiento, escenificar el orden y el caos, la personalidad convertida en movimientos de danza. Convertir cada cuerpo en un lienzo, cada trozo de tela en un aspecto: un tabú, una barrera, un fragmento de nosotros mismos o una sencilla tela con la que jugar el más básico de los juegos. Todo y a la vez nada. Con esa sabiduría que hace grande hasta lo más insignificante.

De ahí que terminemos de ver Let me change your name con una mezcla de extenuación (porque el estilo de Ahn es riguroso, de los que tratan al público como adulto y no conceden espacio a lo gratuito, por momentos un estudio del cuerpo y un ejercicio radical de experimentación en escena) y sorpresa. Con la sensación de que volvemos a casa tras descubrir otra forma de entender las cosas, nuestras convenciones sociales, nuestra forma de ponerlas en común con el mundo. Con la felicidad de conocer un poco más de ese otro mundo de la danza, en su vertiente asiática. De haberlo compartido durante unos minutos, atrapados por el apabullante ritmo con el que se suceden los bailes. Las cosas. Los cuerpos. Eso, en definitiva, es lo que entiendo por artes vivas.


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